El documento del Sínodo de la Amazonía y el mito del buen salvaje
Había indios en los westerns de Hollywood. Con plumas en la cabeza y arco en las manos, ellos asaltarían las diligencias antes de ser forzados a cruzar el Río Grande bajo la amenaza de John Wayne.
También estaban los indios Hergé. Usando la cerbatana, guiaron a Tintín hasta el fetiche con una oreja rota.
El indio, ¿una especie de Adán sin pecado original?
¿Habrá indios del Sínodo de la Amazonía? Es cierto que el documento preparatorio no es ‒y esto es una pena‒ una obra de ficción. Al no poder inventar a sus indios, los padres sinodales los reclutaron entre los buenos caníbales de Montaigne y los buenos salvajes de Rousseau. Así, los «indios sinodales» viven en armonía pacífica con una naturaleza paradisíaca. Benévola, la Madre Tierra cuida, como con un pastel de la abuela, sobre estos grandes niños con inocencia preservada.
En otras palabras, el indio sinodal es un tipo de Adán que no habría pecado, o un hippie que habría escapado al vagabundeo. Si no es una película o un cómic, todavía empieza a parecer un cuento de hadas chamán… Desgraciadamente, o por suerte, este indio de pelo rubio no existe en la realidad más que su opuesto, el caníbal azteca que pasa sus días arrancando corazones y cocina españoles en el asador. Y esto por tres razones que cualquier lector de 7 a 77 años entenderá fácilmente.
La Amazonía no es un Paraíso
La primera es que el Jardín del Edén, donde corretea nuestro indio de sacristía, es tan real como el país de las maravillas recorrido por Alice. Cualquiera que un día haya incursionado en un bosque tropical puede atestiguar que este, a pesar de su belleza incomparable, no es un paraíso. Es más bien un infierno, un infierno verde. Arañas del plátano, escorpiones Tityus, serpientes coral, caimanes negros, pirañas: el arca de Noé desembarcó a orillas del río Amazonas el bestiario más hostil al ser humano. Esto sin mencionar las marismas pantanosas, infestadas de mosquitos; las devastadoras tormentas y el sofocante calor que casi harían considerar a los baños turcos como un refrigerio agradable…
Este mundo es el que la Providencia ha reservado para ciertas tribus indias. Si viven allí ‒o más bien sobreviven‒ no es por un gusto inmoderado de la zoología o de la botánica. Es simplemente porque nacieron allí y están en casa, como los Galos en el bosque de Brocéliande (en Bretaña) y los Tuareg en el Sahara. Pero se observará que nadie les ha adjudicado nunca el amor de un guardia de campo por las dunas pisoteadas por sus dromedarios…
Es cierto que los seguidores occidentales de Gaia lamentan tanto la desaparición ‒real o supuesta‒ de los bosques como están preocupados por el progreso de los desiertos.
Perspectivas del Sínodo de la Amazonía
La segunda razón, por la que el indio sinodal es mandado al museo de los ensueños exóticos, es la llamada armonía pacífica que tendría con la selva. Si esta última, sin duda, da a la raza que vive allí su subsistencia y, por qué no, humildes motivos para regocijarse, ella no tiene nada, como hemos visto, de un club de vacaciones.
El mundo del hombre, que uno califica un poco rápidamente ‒veremos por qué‒ de «primitivo», no es el dulcemente vaporoso de los seguidores hippie de la Nueva Era. Sin ofender a los padres sinodales, en la selva amazónica no acariciamos a los jaguares y Pachamama no nos cuenta una historia antes de ir a dormir. La Tierra es el bien nutricio que el Cielo fertiliza ‒en este punto, Hesíodo es universal‒ pero también es el monstruo que engulle a los muertos. El mundo de los indígenas es contradictorio, peligroso, poblado por espíritus amenazadores y, por lo tanto, terriblemente inquietante.
La realidad de la selva amazónica
Medio milenio antes del Sínodo que se está preparando, Jean de Léry lo experimentó… A diferencia de Montaigne y Rousseau, los hugonotes cruzaron el Atlántico y se aventuraron en la jungla.
En su Historia de un viaje hecho en tierras de Brasil ‒descrito por Levi-Strauss como «una obra maestra de la literatura etnográfica»‒ relata, no sin emoción, el terror inspirado por el «Aygnan» a los Tupinambas, un espíritu de la selva que nunca cesa de atormentarlos…
Ritos terroríficos
Mucho más cerca de nosotros, Mircea Eliade, describe, con una precisión que debería inspirar a los padres sinodales, los ritos terroríficos y a menudo extremadamente violentos, mediante los cuales los «primitivos» exorcizan sus angustias. En el libro Iniciación, ritos, sociedades secretas, Eliade dedica un capítulo completo a la iniciación del chamán, y es inútil decir que el trance, e incluso la fase homicida a través de la cual pasa el interesado, nos lleva muy lejos del sabio dialogando razonablemente bajo su choza, a la manera de un Sócrates, que la imaginación de Diderot pone en escena en su Suplemento al viaje de Bougainville.
La última realidad, finalmente, parece escapar de nuestros sacerdotes de sandalias: los guaraníes, los macuxi y yanomami tienen una historia, incluso si debemos reconocer que, carentes de escritura y restos arqueológicos, no los conocemos muy bien. Hablar de ellos como si pertenecieran a la infancia del mundo, y a la inocencia que esto presupone, es mostrar un eurocentrismo que los discípulos del papa Francisco aborrecen, cuando llega el momento, por ejemplo, de hacer el trabajo misionero.
Antropólogos: indios serían descendientes decadentes de civilizaciones anteriores
No, el indio no se quedó en la era adámica, preservado de la corrupción. Probablemente, no es ni siquiera un «primitivo». En cualquier caso, es la tesis defendida por Jacques Soustelle a propósito de los lacandons (indios de México) en Les Quatre Soleils. El antropólogo, apasionado de los primeros habitantes de México, muestra que los hombrecitos que caminan en la jungla de Chiapas no son unos «inocentes» que nunca habrían evolucionado, sino más bien mayas decadentes. Lévi-Strauss hace mutatis mutandis la misma hipótesis en Tristes tropiques, sobre las tribus del Mato Grosso que estudió.
Pero volvamos a los lacandones, tan similares, en muchos sentidos, a sus primos lejanos de la Amazonía. Según Soustelle, habrían pertenecido a la plebe de una civilización bastante brillante antes de declinar, tras la descomposición de las elites que mantenían las ciudades a las que pertenecían. Algunos aún vagan por la otrora próspera ciudad de Yaxchilán, de la que solo quedan las ruinas devoradas por la jungla.
El ejemplo de los romanos
¡Cómo no pensar en los romanos barbarizados del siglo VII que araban cerca del Foro! ¿Qué tenían en común con Cincinnatus, si no la raza y el instrumento que tenían en sus manos?
Tema, tan antiguo como la historia, el de la decadencia, sobre el que los padres sinodales harían bien en reflexionar…
Dando como ejemplo ubi et orbi a los indios de la Amazonía, ¿qué orientación sugieren para lo que resta de la Civilización Cristiana?
Fuente: Le Père Mercure