Todos sufrimos los efectos de la decadencia moral de nuestra sociedad, pero pocos tienen una noción clara de la importancia fundamental de la Familia para la riqueza moral y cultural de una sociedad.
Así, alegremente, se desarrolla un torrente de iniciativas legales y educativas ‒muchas veces movidas por prejuicios igualitarios‒ que van consolidando la demolición de esta institución. Los ejemplos sobran…
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La familia no es una institución convencional. No sólo resulta de la libre conjugación de algunas personas, sino que es una institución de carácter natural, y lleva consigo una porción de otras influencias, una porción de otras riquezas que le vienen precisamente de su condición natural.
En la realidad de la familia, la enseñanza de los buenos principios, la formación de la buena moral, el acto libre de voluntad por el cual el individuo cumple su deber en circunstancias hasta espinosas es siempre el elemento fundamental. Sin embargo, es indispensable tener en cuenta otro factor para que esa vida intelectual y moral de la familia se desarrolle completamente, con la suavidad, la armonía, la fuerza natural que le es propia. Este factor ‒ese doble factor‒ viene a ser exactamente la herencia, por un lado, y por otro lado la tradición. Hay una acción recíproca entre la herencia y la tradición.
Cada familia transmite su modo de ser a la siguiente generación, y con ese transmitir hay una caracterización cada vez más fuerte. Con esta caracterización la tradición refuerza la herencia biológica, porque hay algo de extrínseco que acaba actuando sobre la propia vitalidad de la familia, teniendo después un reflejo biológico. Y así, tradición y herencia, en una simbiosis, producen el ambiente dentro del cual la familia da el completo desarrollo del individuo.
La tradición y la herencia comunican a la vida de familia un calor vital, con efectos de orden psicológico, de orden afectivo, que facilitan enormemente la realización de las finalidades de la familia. Y en consecuencia de esto la vida de familia se encuentra impregnada de capacidades, de fuerzas germinativas que constituyen el alma misma de la sociedad, del Estado. Si esto no se toma en consideración, no se comprende bien el beneficio que la familia presta al individuo, ni el beneficio que ella misma recoge de esos factores, ni el servicio verdadero que ella presta al Estado.
En esa amplitud se puede sostener que la familia es la célula viva que comunica a la sociedad su vida, y no sólo algo inerte, una pequeña piedra o un conjunto de piedras sobre las cuales se estructura el edificio social.