Las primeras nociones sobre la vida, las impresiones más profundas que el hombre recibe relativas a los aspectos esenciales de la vida y de su posición ante ella, las recibe en sus primeros años de existencia a través de los cuentos, de los juguetes y… del smartphone. ¿Qué ven nuestros hijos?
Los niños, todo el mundo lo sabe, tienen sus primeros contactos con la vida a través de los cuentos.
Por medio de ellos, la inteligencia infantil transpone los límites del ambiente doméstico y aprende las nociones iniciales sobre la sociedad humana, con las innumerables diferenciaciones que comporta, las atracciones que ofrece, los deberes que impone, las decepciones que trae, y el juego complicado de las pasiones en los altos y bajos de esta gran lucha que es la existencia. «Militia est vita hominis super terram«, dice la Sagrada Escritura (Job 7,1). “Militia” sí, en que unos luchan por los intereses personales, legítimos o ilegítimos, y otro luchan contra el mundo, contra el demonio y contra la carne, para mayor gloria de Dios.
Las primeras nociones sobre esta “militia”, las impresiones más profundas que el hombre recibe relativas a los aspectos esenciales de la vida y de su posición ante ella, las recibe en sus primeros años de existencia.
De ahí la importancia capital, para una civilización católica, el hecho de proporcionar a los niños una literatura profunda y sanamente religiosa. No nos referimos únicamente al Catecismo y a la Historia Sagrada, que por supuesto debe ser el centro de todo, sino a otras que serían como el comentario o la aplicación de lo que la Religión enseña.
Esto que en términos de buena doctrina es lo normal, ¡cómo difiere del caudal de la literatura infantil moderna!
En este caudal completamente laico —y ya por eso lamentable— hay aún distinciones que hacer. Pues hace mucho que el laicismo no es el único mal de la literatura infantil de nuestros días.
Cuando hablamos de la literatura infantil, incluimos evidentemente en esta calificación genérica las ilustraciones que ella comprende legítimamente, y de la cual se hace un uso muchas veces exagerado.
Deseando tratar hoy de la literatura infantil en esta sección, que no es de crítica literaria, lo hacemos analizando algunas de esas ilustraciones.
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Antes de todo, una composición de Walt Disney. Es la Cenicienta que va con su Príncipe hacia el castillo encantado. Es lo maravilloso en la literatura infantil.
Habría algunas restricciones a hacer.
En principio, lo que se ofrece a los niños debe tender a hacerlos madurar, bajo pena de no ser enteramente sano. Ahora bien, en esta composición hay ciertas simplicidades, deliciosas para los ojos de adultos como interpretación delicada de la fantasía infantil, pero que no ayudan esa maduración. Alguna cosa en el cochero, en el lacayo, en la estructura del cerro y en los edificios da la idea de una cosa hecha no solamente para niños, sino por niños. Y eso se nota, aunque menos claramente, en los otros elementos de la escena.
La inocencia y el sentido de lo maravilloso
Pero, hecha esta reserva, ¿cómo no elogiar el gusto, la delicadeza, la variedad de esta composición? Lo maravilloso, indispensable en los horizontes infantiles como medio para perfeccionar el sentido artístico, elevar el espíritu, abrir el horizonte, estimular sanamente a la imaginación, está aquí expresado con un tacto y un gusto notables.
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Pasemos ahora de lo maravilloso a una representación de la vida cotidiana, con sus aspectos serenos, caseros, simpáticos: otro elemento esencial en los horizontes de la literatura infantil, para despertar la atracción y el interés, por la realidad y por la virtud.
Al lado tenemos una conocida ilustración de “Juca e Chico”. En lo alto del tejado, los dos niños de las «siete travesuras» están «pescando» las gallinas de la Viuda Chaves.
Cercano al horno, ladra asustado el fiel perrito. En la parte de abajo, la viuda, entregada a los quehaceres domésticos, nada percibe. Los «dos niños malcriados, estos dos endiablados» que «vuelven loco a todo el mundo», representan de modo vivo el trajín tan frecuente en la vida casera. Travesuras que por cierto no terminarán sin una ejemplar severidad.
Excepción hecha de los dos traviesos – y quizás ni siquiera esto – todo evoca la atmósfera feliz, serena, discretamente abundante, de la vida doméstica popular. Lozanía de alma, templanza, largueza, bienestar sensato en la propia medianía, todo ello ahí se expresa.
Viene ahora la literatura dañina.
Presentamos un ejemplo entre mil. Puñetazos, tiros, asaltos, agresiones, vibración exagerada, narración melodramática, correrías, sangre, muerte, «super-hombres» que vuelan, que transponen murallas, que lanzan rayos: toda una siniestra y ridícula contextura de inverosimilitudes, de crueldades, de groseros artificios de sensacionalismo.
Y esto no es sólo una historia, sino que por desgracia es todo un género «literario» que llena revistas y revistas, ávidamente seguidas por los niños.
¿Qué horizontes se abren así para la infancia? Los del crimen. ¿Qué placeres? Los de la excitación nerviosa tendiente en ciertos casos casi al delirio. ¿Qué ideales? Los de la fuerza bruta y de la vida de aventura sin ton ni son.
Con eso no se forma un hombre y mucho menos un cristiano. El producto típico de esta literatura es el neo-bárbaro…
Plinio Corrêa de Oliveira, in Catolicismo N. 40 – Abril de 1954