Comunicaban una sensación de paz y de dulzura que el hombre de nuestros días ya no conoce. Era de algún modo una luz venida de lo alto que nos acompañaba como buena amiga y nos ayudaba a pensar en el silencio y el sosiego de la casa paterna.
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Desde hace tiempo, estos notables lienzos de Carl Vilhelm Holsøe, me traen invariablemente a la memoria, un sugestivo ambiente cotidiano que otrora conocí.
Hoy quería discurrir brevemente sobre ese clima doméstico, sobretodo por haber sido bastante relegado hoy en día a causa de la mentalidad y ambientaciones modernas.
¿Quien no recuerda aquellos amigables rayos de sol que entraban por el salón de la casa?
Eran tiempos más apacibles y mucho menos atormentados de los que vivimos hoy en día.
Aquellos haces de luz que iluminaban tantos objetos caseros llenos de significado, creaban una atmósfera toda particular, y comunicaban una sensación de paz y de dulzura que el hombre de nuestros días ya no conoce. Era de algún modo una luz venida de lo alto que nos acompañaba como buena amiga y nos ayudaba a pensar en el silencio y el sosiego de la casa paterna.
Recuerdo como esos rayos iluminaban minúsculas partículas de polvo que flotaban en el aire y que lentamente se desplazaban, y que para nosotros como niños tenían cualquier cosa de un mundo maravilloso. Era como una finísima lluvia de calma y tranquilidad. La mera contemplación de algo tan simple y bello, constituía a la vez un motivo de descanso y alegría. Esa luminosidad fuerte, pero matizada tenía cualquier cosa de psicológicamente tonificante.
En esas épocas los niños nos entreteníamos con muy poco. Sabíamos jugar y sabíamos aburrirnos. Por contra de lo que muchos pueden pensar, el aburrimiento tiene algo de muy pedagógico sobre todo en la infancia. Nos hace comprender de algún modo que en esta vida nada puede saciar al hombre completamente, que todos estamos llenos de carencias precisamente porque somos criaturas contingentes. Eso evidentemente el mundo moderno, neo-pagano como es, no lo puede soportar.
Quizá esas impresiones de placidez y discreta serenidad eran características de la inocencia que los niños suelen tener, y que desgraciadamente después suelen perder en lo que se podría llamar de «torbellino de la juventud» de la mayor parte de las personas.
Pero – como nos muestra el Hijo pródigo- todo se puede recuperar en esta vida con ayuda de la Gracia de Dios. El desafío sería retornar a la sensatez y al verdadero aprecio de esos valores que la vida moderna nos arrebató: calma, tranquilidad, reflexión, sobriedad, placidez, en definitiva orden.
El mundo se mueve a un rítmo acelerado, a veces casi frenético. Y con él, nosotros también. «Necesitamos» ir de un lado a otro, es una enfermedad, un movimiento compulsivo. Y de tanto movenos, de tanto viajar sin parar, perdemos ese discreto y casto placer de la quietud. Dejarse acariciar por unos ténues rayos de sol en invierno, distraerse apreciando cómo dan vida a los objetos de una estancia en semi penumbra…
Muy buen análisis de lo que puede crear un rayo de sol observado por un niño y de lo que la vida agitada impide ver